Metamorfosis sin fin

Enrique Gil Calvo. El País Martes 16 marzo 1999

 

El problema de la educación está escalando el primer rango de la agenda finisecular, asociado a otras cuestiones emergentes como la disolución del Estado, la comercialización de la cultura, la internacionalización del derecho o el desorden de los mercados. Por doquier se denuncian los efectos perversos de la pérdida de autoridad moral que sufren las instituciones educativas, con especial referencia al descrédito de padres, maestros y profesores, que provocaría fracaso escolar, desempleo, violencia, toxicomanía y autodestrucción juvenil. La caída de la lectura, con su rampante iletrismo (o analfabetismo funcional), estaría generalizando el dictado de una nueva oralidad audiovisual, ajena por completo al imperio de la razón escrita. Y la masificación de la universidad habría terminado por abolir el cultivo de la excelencia académica, convirtiendo sus aulas en estancos que expenden títulos acreditativos del derecho a comerciar con profesiones que se devalúan.

El malestar educativo es tan notorio que muchos gobernantes han creído descubrir un filón electoral prometiendo reformar la enseñanza. Y al igual que sucedió en los años sesenta con la política educativa de lucha contra la pobreza, también ahora las reformas que se diseñan amenazan con fracasar. Pues como el problema educativo se aborda con la óptica de más de lo mismo, cuanto mayores esfuerzos se hacen para resolverlo aún empeora y se complica todavía más. Así se produce el dilema maltusiano de que los muchos llamados a educarse crecen exponencialmente mientras los pocos escogidos que se educan con éxito sólo aumentan en progresión aritmética. Y ante el colapso de la enseñanza pública, las autoridades prefieren desviar fondos hacia centros privados de enseñanza elitista. Desaparece así la necesaria igualdad de oportunidades para emanciparse, condenando a los jóvenes a un desesperado sálvese quien pueda del que resulta fácil pronosticar quiénes obtienen el título de perdedores. Por eso filósofos tan conocidos como Savater o Marina han definido la cuestión educativa como el terreno cívico donde nos jugamos nuestra prioritaria razón de ser.

En suma, el problema es tan complejo y contradictorio que carece de posible solución aparente, por lo que cabe entenderlo como un absurdo kafkiano: un laberinto enmarañado sin ninguna salida practicable. Pues bien, tomemos en serio esta metáfora del absurdo sin sentido y averigüemos por qué parece que no hay salida, confiando así no en encontrarla pero sí al menos en adaptarnos a su falta. Ésta sería la hipótesis a considerar: actualmente, la educación no tiene salida. Pero sin embargo, sentimos nostalgia de ella, como si añorásemos un pretérito paraíso perdido en que la educación sí la tenía. ¿Qué salida?: la de colocar a nuestros hijos en posiciones privilegiadas que les duraban de por vida, constituidos en legítimos titulares del derecho de propiedad patrimonial sobre el puesto vitalicio al que su titulación les destinaba. Y si en aquella época la educación parecía tener sentido, era porque proporcionaba a los jóvenes educandos que la superaban con éxito un destino final: es decir, un desenlace vital, hallando una salida unívoca, viable, duradera y bien definida al laberinto de sus vidas.

Dicho de otro modo, antaño la educación tenía forma de relato: el planteamiento estaba representado por el origen familiar, el nudo por la competición escolar o universitaria y el desenlace por el título académico que predestinaba a ocupar un oficio laboral o una profesión de por vida. Y por eso la educación sentimental también tenía forma de ritual: de proceso de transición juvenil desde la infancia o minoría de edad hasta la madurez adulta. En efecto, el rito de paso o de passage es una carrera de obstáculos que tiene tres fases bien definidas: la preliminar o línea de salida, que implica la ruptura moral con la familia de origen; la liminar de la carrera educativa propiamente dicha, que se identifica con los trabajos que hay que desarrollar para aprender a dominarse, adquirir autocontrol y hacerse dueño de sí; y la postliminar o meta de llegada a la mayoría de edad, que instituye la toma de posesión como sujeto autónomo y la ascensión hasta la madurez adulta.

Pero tanto si se entendía como una carrera o como un relato, educarse implicaba seguir un sendero unilineal, guiado por el hilo de Ariadna que permitía orientarse en el laberinto educativo para poder llegar hasta el fondo, matar al Padre simbólicamente representado por el Minotauro, y regresar con éxito hallando la salida predestinada por la vocación personal (beruf). Ésta era la metamorfosis que obsesionaba a Kafka, como demuestra su Carta a mi padre: la de despertarse un día convertido en esa especie de Minotauro o coleóptero monstruoso que es el propio padre. En efecto, cuando la juventud era un rito de paso unilineal, la figura paterna representaba la autoridad que reconocía los méritos del hijo como posible sucesor. De ahí que el padre inspirase temor o respeto, prefigurando el propio adulto maduro que cada joven estaba predestinado a ser. Por eso la educación parecía una metamorfosis con sentido finalista y tensión por el desenlace, que dibujaba un solo final posible aunque no fuera necesariamente feliz: el de hacerse digno sucesor del padre, en tanto que capaz de superarle o suplantarle.

Pues bien, esto ya no es así. Los destinos sociales y los puestos laborales y profesionales para los que prepara el proceso educativo ya no son cerrados, unitarios, acabados ni estables. Por el contrario, la flexibilidad laboral, la permanente reconversión tecnológica y el acelerado cambio ocupativo determinan que hoy las trayectorias vitales sean discontinuas, fragmentarias y versátiles. De ahí que el sistema educativo ya no pueda proporcionarle una salida cerrada a cada joven, y en su lugar deba ofrecerle una salida abierta, predisponiéndole para ensayar diversas salidas múltiples, contradictorias, efímeras, sucesivas y cambiantes. Como hace poco decía en estas páginas el rector de la Universitat de Barcelona, "el futuro de los estudiantes pasa por el cambio profesional continuo". O como también señala Ron Dearing, responsable del Libro Blanco británico sobre la Enseñanza Superior, "la naturaleza de los trabajos va a cambiar de tal manera que hay que tener una amplia base educativa para poder adaptarse. Empezando desde la infancia y continuando a través de la universidad, la gente debe aprender a gestionar su propio aprendizaje, de modo que cuando acabe sus estudios asuma la responsabilidad de decidir y planear su propia trayectoria educativa, siendo los gestores de sus propias vidas".

Un futuro abierto exige una metamorfosis inacabada, indefinida e interminable. El proceso de educación no se completa nunca, como una cinta sin fin que se reprograma a sí misma abriendo sendas inexploradas enteramente nuevas, aunque a veces se cierren o se abran, se enlacen o se entrecrucen, dibujando borgianos jardines de senderos que se bifurcan. Y el concepto mismo de juventud debe cambiar, pues ya no es un proceso que se acabe y termine de un solo golpe, como en La metamorfosis de Kafka, al asumir la responsabilidad adulta. Si ya no hay trabajos, oficios ni profesiones que duren de por vida, tampoco las vidas adultas están cerradas ni definidas de una vez por todas. Por el contrario, deben ser experimentalmente exploradas una y otra vez, volviendo a empezar de nuevo cada vez que parecen acabar provisionalmente con cada nuevo trabajo y cada nueva pareja, tan precarios y contingentes como aquellos anteriores a los que vienen a suceder.

Como el trabajo ya no representa un hilo conductor capaz de proporcionar sentido unitario a la vida, tampoco la carrera educativa prefigura ni anticipa la meta de llegada ni el destino final. Y si la carrera escolar o académica no tiene meta de llegada, tampoco sirve de referencia la línea de salida desde el origen familiar. De ahí que la figura del padre, como la de cualquier otra autoridad adulta, ya no actúe de guía orientadora ni modelo al que respetar. Así es como la juventud se anticipa a la vez que se prolonga indefinidamente, mientras la etapa adulta se fragmenta y descompone, pareciéndose cada vez más a la desordenada experimentación juvenil. En suma, el futuro está abierto porque la metamorfosis de las personas evoluciona sin solución de continuidad. Y su educación no cesa, pues no tiene desenlace final.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

 

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